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Las Gigantes: las mujeres en la Carrera de Indias.

Ana María Lorenza García Sayri Túpac de Loyola

Una vida entre dos mundos

Doña Ana María, nació en 1593 fue una noble mestiza hispano-inca. Sus padres fueron el gobernador Martín García de Loyola y la princesa inca Beatriz Clara Coya. Tras quedar huérfana de ambos progenitores, el virrey del Perú cumplió el testamento de ambos enviándola a la península, donde llegó en 1603. Se establece en Valladolid, donde Felipe III la puso al cuidado del conde de Mayalde. Al cumplir 18 años, se casó con un noble, Juan Enríquez de Borja. La pareja decidió residir en Madrid, lo cual permitió que Ana María iniciase un proceso contra la Corona reclamando las rentas de sus propiedades cuzqueñas, acordándose finalmente una pensión de 10.000 ducados, la creación de un feudo semiautónomo en sus villas de Yucay y el título de I Marquesa de Santiago de Oropesa en 1614. Poco después decidió viajar al Perú junto a su esposo, en la comitiva del virrey, el Príncipe de Esquilache, primo de la pareja. Establecidos inicialmente en Lima, donde nacieron sus hijos, pasaron hacia 1620 al valle de Yucay (actual provincia de Urubamba), a administrar directamente su señorío. Tras siete años allí, decidieron regresar a Madrid, donde la marquesa falleció y fue enterrada en la iglesia de San Juan Bautista, frente a su casa.
Boda de los padres de nuestra protagonista, Martín de Loyola con Beatriz de Ñusta y la de Ana María Lorenza con D. Juan Enríquez de Borja. (Museo Pedro de Osma, Lima).

Francisca Pizarro Yupanqui

Primera niña mestiza del Perú

Es considerada como la primera mestiza del Perú. Su madre fue Quispe Sisa, hermana, esposa (o quizá ambas cosas) del último emperador Inca Atahualpa Yupanqui. Su padre fue el mítico Francisco Pizarro. Nació en Jauja en 1534 y tras el asesinato de su padre, Francisca fue salvada, probablemente de seguirle, por Inés Muñoz, cuñada del conquistador, quien la puso a salvo junto a su hermano Gonzalo y la sacó de la convulsa Lima. Ella tenía entonces siete años de edad y era la niña mestiza más afamada y refinada del Perú, pues había recibido una esmerada educación en letras, música y arte. La corte decidió que, por su seguridad, fuese enviada a España y en 1549 es embarcada en las naves de la Carrera hacia España. Ya en la península, se ponen bajo el cuidado de su tío Hernando Pizarro, quien pronto vio en ella la posibilidad de aumentar su ya elevada fortuna y perpetuar el linaje de los Pizarro. Se casan cuando ella tenía 20 años y él cerca de 50. Ni la diferencia de edad ni el parentesco eran cosas infrecuentes en Europa en aquellos tiempos de bodas de conveniencia. Se casaron en el castillo de la Mota, en Medina del Campo, donde él estaba preso por el asesinato de Diego de Almagro en el Perú y por fraudes contra la Real Hacienda. Curiosamente, ella permaneció en el castillo con su esposo preso, desde donde juntos, litigaron contra la Corona para recuperar parte de la fortuna confiscada a los Pizarro. Desde allí y a través de una numerosa correspondencia, daban instrucciones a sus apoderados en el Perú (y también en España) para sacar el mayor provecho a sus numerosas tierras, encomiendas y diversas posesiones. Al fin, en mayo de 1561, Hernando fue liberado y la familia se traslada al palacio de la Zarza en Extremadura. Desde allí mandaron construir el célebre palacio de la Conquista, ubicado en la Plaza Mayor de Trujillo, donde vivió el matrimonio unos años. En 1578 fallece Hernando y ella se convierte en una de las viudas más ricas del orbe y por primera vez en su vida, puede elegir qué hacer. Quiere estar entre lo más notable de la corte y así, acuerda dos matrimonios: su hijo Francisco se casaría con la hija del conde de Puñonrostro y ella misma, en una decisión muy controvertida en la época, se casaría con el hermano mayor de su nuera, Pedro Arias Portocarrero en 1581. Junto a su nuevo esposo, llevó una intensa vida social en la corte, disfrutando de su inmenso patrimonio y viviendo entre los mayores lujos de Madrid, convirtiéndose en el máximo exponente de la nueva y pujante nobleza mestiza que se iba asentando en España. Falleció en Trujillo en 1598 con 63 años.
Boda entre princesa inca y español. (Museo virreinal Pedro de Osma, Lima).

Ysabel de Bobadilla

La gobernadora y capitana general de Cuba

Doña Isabel de Bobadilla en la famosa giraldilla de La Habana (Cuba)
Hija del feroz, controvertido y novelesco Pedrarias Dávila, era una castellana de armas tomar. Había que tener una fortaleza y una voluntad impresionantes, para embarcarse en los navíos de la época y pasar a Indias. Se casó con el conquistador Hernando de Soto. Las crónicas hablan de una mujer discreta, inteligente y bien relacionada. Durante los dos años que su marido fue gobernador de la isla de Cuba, siempre fue su mejor consejera… hasta que este dejó la isla para explorar la Florida. Ella se quedó como gobernadora y también como capitán general. Ejerció esos cargos casi cinco años, siendo la única mujer que lo hizo en la isla a lo largo de todo el periodo virreinal. Esperando a que Hernando regresase, pasaron esos cinco años. Él, mientras tanto, exploraba buena parte del sur de los actuales Estados Unidos de América y fue el primer europeo en contemplar el Missisipi. Por allí oyó hablar de la fuente de la juventud y fue en su busca, pero lo que encontró, fue su muerte. Cuenta la leyenda que doña Ysabel de Bobadilla, en eterna espera, asomándose cada día a la torre del Castillo de la Real Fuerza, murió de pena al enterarse de la noticia. Lo cierto es que las obras del castillo no habían finalizado cuando de Soto murió, aunque ella junto a su marido, fueron los que comenzaron a construir la que sería una de las principales fortalezas de La Habana. Y probablemente, doña Ysabel tampoco murió en La Habana. Como las leyendas siempre son bonitas, se colocó en lo alto del castillo de la Real Fuerza una estatua de esta segoviana, conocida allí como «la Giraldilla» y que se convirtió en uno de los símbolos de la ciudad. Desde allí sigue mirando al mar, esperando el retorno de su amado.

María Álvarez de Toledo y Rojas

La virreina valiente

Estatua de Maria de Toledo en Santo Domingo.

No se conservan imágenes de ella. Nació en 1490 en una poderosa familia castellana y recibió una educación exquisita. Se casó con Diego Colón, hijo del descubridor. Partieron de Cádiz en 1509 con rumbo Santo Domingo. Allí, don Diego sustituyó al gobernador Nicolás de Ovando, quien no se lo tomó bien y comenzó unos pleitos contra el nuevo gobernador.

Influido por doña María y su densa formación humanística, don Diego, cambió radicalmente el modo anterior de gobierno, intentando crear una sociedad más igualitaria. Al instante surgieron dos bandos irreconciliables: el de los hidalgos y sus descendientes, que se creían con más derechos que nadie en las encomiendas y tenencias de indios, y por otro lado el de los virreyes, que defendían una sociedad sin privilegios de cuna o de llegada. Viendo el cariz que tomaba la situación, don Diego es llamado a España. Aquí es donde brota la arrolladora personalidad de doña María quien entre 1515 y 1520, se hizo cargo de todo, ​siendo la primera virreina de los nuevos territorios y peleando contra todos, aun sufriendo los desprecios que le hacían. El controvertido fray Bartolomé de las Casas, dice de ella: 

“Diego Colón salió del puerto de Sancto Domingo dejando a su muger doña María de Toledo, matrona de gran merecimiento, con dos hijas en esta isla. Entretanto, quedaron a su placer los jueces y oficiales, mandando y gozando de la isla y no dejando de hacer algunas molestias y desvergüenzas a la casa del Almirante, no teniendo miramiento en muchas cosas a la dignidad de la persona y linaje de la dicha señora doña María”

Durante los cinco años de ausencia de don Diego, ella no pudo librarse de los perjuicios de la época, y de quienes pensaban que, por ser mujer, no estaría a la altura de las circunstancias. Erraron. Además, tan tenaz señora dirigió una serie de cartas a su poderosa e influyente familia, para que apoyasen a su marido. El virrey regresó con el pleito ganado en 1520, pero la situación en la gobernación no mejoraba. En 1523 Carlos I le suspende en sus funciones y le obliga de nuevo a volver a España donde él sigue pleiteando por sus derechos, pero muere en 1526 y de nuevo, desde la otra punta del orbe, surge la combativa figura de doña María, peleando esta vez por los derechos de su primogénito, Luis Colón y Álvarez de Toledo.

De vuelta en Sevilla, utilizando su gran influencia, sus habilidades personales y su robusta formación, escribió cartas al emperador Carlos y a su esposa para pelear esta vez por los derechos de sus hijos. Tras conseguirlo, la brava doña María retornó a las Indias. Falleció en el alcázar de Santo Domingo en 1549. Fue una de las mujeres de más alta alcurnia que jamás pasaron y pisaron las Indias.

Inés Muñoz de Ribera

La campesina que formó un emporio

Era una campesina, que casó con Francisco Martín, hermanastro de Pizarro. Juntos zarparon de Sevilla en 1530. Se les mostró lo más aterrador de la Carrera de Indias, pues sufrieron la muerte de sus dos hijas. Llegados a Panamá, ella permaneció allí mientras su esposo marchaba en la expedición hacia imperio inca. Dos años después, él regresó a por refuerzos y ella, negándose a quedarse otra vez en Panamá, parte con su marido. Llegan a Jauja, convirtiéndose en la primera castellana casada en pisar el Perú y dando muestras de una imparable energía como nos retrata el cronista Bernabé Cobo en el cap. XVI de su Historia de Lima: «Hallóse en todos los trabajos y peligros que pasaron en la conquista dé este reyno, con tan varonil pecho y ánimo, que no solamente los toleraba sin muestra de flaqueza, sino que alentaba y esforzaba a su cuñado y compañeros para que no desistiesen de la empresa, rendidos a las dificultades que se les ponían delante, de manera que podemos decir haber tenido esta gran matrona no menos parte en la conquista de este reino que el mismo Pizarro”. Fue una de las fundadoras, el 18 de enero de 1535 de la Ciudad de los Reyes, actual Lima. Pronto vio que, para el progreso de las nuevas tierras, se necesitaban alimentos esenciales que no había en el Perú. Así, encargó traer desde la península, animales y plantas para introducirlas y aclimatarlas. Se la considera, por tanto, la primera mujer en plantar trigo en el Perú. Pero también en introducir los olivos, naranjos, melocotones, melones, peras, manzanas, higos, y otras frutas desconocidas allá hasta entonces, así como cerdos, vacas, cabras, ovejas, gallinas etc. Pero luego llegó la guerra entre almagristas y pizarristas, en la cual, fueron asesinados entre otros, su esposo y Pizarro. Tras la masacre, recogió los cadáveres de su marido y del conquistador, los lavó, amortajó y desafiando al nuevo poder almagrista, los llevó a enterrar en la catedral de Lima. A la vez, ocultaba a don Gonzalo y doña Francisca Pizarro Yupanqui hijos mestizos de su cuñado. La valiente mujer, fue la única persona en toda Lima en protestar y pedir justicia por las muertes acontecidas ante el temeroso alcalde y concejo de la ciudad. Con gran temple esgrimió el testamento de Pizarro y exigió que se cumpliese para que todos sus títulos y posesiones pasasen a don Gonzalo Pizarro. Los notables, aterrorizados por los almagristas desestimaron su petición y ella, ante el grave peligro que corrían, marchó de allí. Casó en segundas nupcias con don Antonio de Ribera, con quien tuvo un hijo. Por desgracia quedó viuda de nuevo y poco después, también falleció su hijo. Tras este nuevo golpe de la vida, decidió erigir un convento en Lima en el que invirtió su enorme patrimonio: Nuestra Señora de la Concepción. El convento ha desaparecido, pero su iglesia, sigue dando fe siglos después, del legado de esta mujer valiente, enérgica y vital, quien por sus propios méritos, pasó de ser una campesina a una de las mujeres más poderosas, influyentes y decisivas del reino del Perú. Murió con cerca de 85 años, siendo abadesa de su propio convento. 
Retrato de doña Inés Muñoz de Ribera como abadesa del Monasterio de la Concepción de la Ciudad de los Reyes. Realizado aproximadamente en 1599, por el pintor Mateo Pérez de Aleccio.
Grabado del Monasterio de la Concepción de la Ciudad de los Reyes.

Catalina Suárez de Marcayda

Historia detectivesca en México

En el año 1511 se casó en Cuba con Hernán Cortés, quien al poco tiempo marchó hacia la expedición que le llevaría a la inmortalidad, dejando a su esposa en la isla.

Una vez conquistado Tenochtitlan, el extremeño la mandó llamar. El por qué doña Catalina no acompañó a su esposo en la arriesgada empresa es algo que desconocemos, ya que sí que hubo mujeres castellanas en la conquista de Tenochtitlan. ¿La amaba y la quiso proteger?, ¿no la amaba y era un estorbo a su lado?, ¿padecía ella alguna enfermedad que impedía la pavorosa aventura? Las crónicas dejan entrever esto último, pero nunca lo sabremos a ciencia cierta. El libro “Noticias históricas de la Nueva España”, coetáneo a los hechos dice lo siguiente:

“Estando ya don Hernando Cortés en su quietud […] esperaba por horas a su mujer, Doña Catalina Suárez, que había enviado por ella; y ya pasados muchos días que estaba con esta esperanza, llego nueva al Marques como su mujer estaba en el Puerto […]despachó a unos capitanes que fuesen con cosas de regalos a recibilla y la trujesen a México […] y le hicieron muy grande recibimiento y muchas fiestas […] ahí estuvo con su marido el Marqués del Valle y estando muchos días […] (ella era muy enferma del mal de la madre) una noche, habiendo estado muy contentos […] y acostándose muy contentos marido y mujer, a media noche le dio a ella un dolor de estómago, cruelísimo, y luego acudió el mal de madre y quando quisieron procurar remedio, ya no lo tenía y así dio su ánima a Dios”

Litografia de Paul Cesaire Garioz (1811-1880)

El mal de madre del que se habla era como en la literatura medieval española o del Siglo de Oro se llama cualquier enfermedad relacionada con el dolor del útero u ovarios. Aparece incluso en un texto tan famoso como La Celestina. El relato sigue así:
“Como en este miserable mundo jamás faltan cosas nuevas que tratar y en que mostrarse las malas intenciones, en esta ocasión se declararon algunas que contra el marques había, diziendo que aquella noche […] habían reñido marido y mujer y que él la había muerto […] fue maldad grandísima levantada de malos hombres, los cuales lo han pagado o pagan en el otro mundo […] ella murió como he dicho, y no tuvo culpa el marqués y dio satisfacción dello con el sentimiento que hizo, porque la quería muy en extremo […]

La madre de la finada acusó judicialmente a Cortés de estrangularla y le reclamó compensación económica. En el juicio, una de las camareras de la difunta atestiguó que, alertada por unos ruidos, entró en la habitación y contempló a su señora inerte sobre el brazo de Cortés, la cama estaba orinada, tenía marcas en el cuello y una gargantilla deshecha. Otra testigo indicó que el cadáver tenía los ojos abiertos «e tiesos e salidos de fuera, como persona que estaba ahogada”.
¿Discusión? ¿Muerte natural? ¿Celos de doña Marina, la mítica Malinche que ya esperaba un hijo de Cortés? Nunca lo sabremos.

Inés Escobar

El primer "resort" del Caribe

En 1512 era única castellana de Santa María la Antigua del Darién (en el norte de la actual Colombia) donde regentaba una rudimentaria posada, por lo que no solo fue la primera europea conocida en poner el pie en el istmo, sino que sin lugar a dudas, fue la primera camarera entre Centroamérica y Tierra de Fuego. Su marido, Juan de Caicedo, era oficial real y volvió a la península para protestar ante el rey tras el ajusticiamiento de Balboa por Pedrarias Dávila, nuevo gobernador de aquellas tierras llamadas Castilla del Oro. Nunca regresó, pues enfermó y murió en Sevilla. Cuando el rey Fernando supo de la muerte de su oficial, quiso recompensar su labor. Recomendó a Pedrarias que protegiese en todo momento a Inés de Escobar, su viuda, y dispuso que «le fuesen encomendados indios lo mismo que si éste (Caicedo) fuera vivo». Doña Inés, casó en segundas nupcias con Cristóbal Serrano, uno de los capitanes del nuevo gobernador. Su nuevo esposo, el 1 de agosto de 1524 la escribe esta carta tras un escabroso viaje: «A mi señora Inés de Escobar suplico me perdone porque no le escribo, e que no le envío cosas de las que en aquella tierra hay porque en otro navío que venían, como dimos al través a la costa, perdí todo lo que yo traía, e me hizo Dios señalada merced en escapar la vida, e después acá nunca salimos de aquel cacique donde nos estábamos, por manera que por no ir a tierra virgen, a donde sí pudiesen traer algunas cosas, me vine sin traer cosa» Al regreso de su esposo de los viajes de exploración de las nuevas tierras de Castilla del Oro, ambos decidieron dejar la pequeña e insana Santa María la Antigua del Darién y comenzar una nueva vida en la recién fundada Nombre de Dios, en la actual costa caribeña de Panamá. Pero a finales de los años veinte marcharon con Pedrarias a la ciudad de Granada, donde ricos y poderosos, se quedaron ya a vivir. Ella sobrevivió a su esposo, heredando todos sus bienes por que no habían tenido hijos. Se convirtió entonces en la “viuda de oro de Granada” donde un criado de su difunto esposo la pidió en matrimonio. Allí acabó sus días nuestra Inés Escobar, primera “hostelera” de Sudamérica, encomendera, viajera y una de las primeras en cumplir el sueño americano siglos antes de que se acuñase este nombre.

Marina Gutiérrez Flores de la Caballería

Colonizadora de México-Tenochtitlán.

Joven desconocida (Sánchez Coello, Museo del Prado, Madrid)

Nació en Almagro hacia 1489. Mujer fuerte y luchadora, era pariente lejana de Ysabel la Católica y recibió la educación exquisita que sus padres se podían permitir. En la mentalidad de la época estaba el casar a las mujeres con “el mejor partido posible” y ella lo hizo con un noble como ella, Alonso de Estrada. Pronto doña Marina comenzó a gestionar junto a su esposo las posesiones y bienes del matrimonio. Más aún, cuando este fue nombrado tesorero del Reino de la Nueva España, dejándola a ella de administradora en Castilla. Tiempo después, marcha a reunirse con su esposo cerca de 1523 y se embarca en las naos de la Carrera de Indias, para afrontar la terrible ruta junto a sus nada menos que siete hijos, dos varones y cinco féminas.

Tras llegar al recién conquistado Tenochtitlán, la enérgica doña Marina se adaptó con velocidad, rodeando su casa de mujeres nativas. La gran mayoría de las que había en la ciudad, eran de las naciones aliadas de Cortés. De ellas aprendió el rudimento de su idioma, el Náuhatl.

Pronto se puso mano a mano con su esposo para tratar todos los asuntos económicos. Su formación, carácter y energía fueron fundamentales y modélicos para devolver a la normalidad la devastada ciudad de Tenochtitlán, e irla transformando en México y a la vez, al resto de villas que iban surgiendo en la Nueva España. Al igual que ocurrió en la Reconquista, fueron las mujeres y el establecimiento de familias lo que hicieron que las victorias militares se transformasen en poblaciones viables. Doña Marina fue pionera en ello, haciendo en las Indias lo mismo que hacían las mujeres en Castilla, asentando las bases de la vida social, las costumbres, organizando el depauperado comercio y, poniendo su propia casa y persona como ejemplo, creando una nueva sociedad mestiza y más igualitaria entre los nativos y los colonos.

 

Al morir su esposo, heredó toda su fortuna, sumándola a la que ella ya poseía.

Ya viuda, tuvo que responder ante las autoridades de la Casa de Contratación y de la Corona que auditaron los libros de cuentas de su marido, donde faltaban algunos dineros, litigando con solvencia y conocimientos ante ellos durante tres largos años. A su muerte poseía ricas y bien administradas encomiendas. Una vida de éxito, pero basada en la formación, la habilidad, el sacrificio y el poderoso carácter de una mujer pionera y ejemplar.

Beatriz Estrada y Gutierrez Flores de la Caballería

La conexión con el Cañón del Colorado.

Hija de Marina Gutiérrez Flores de la Caballería, de quien heredó fortuna y posición, había nacido en Salamanca hacia 1500.

Por sus virtudes y ejemplaridad, era conocida como “la Santa”. Debió ser un choque emocional para la joven Beatriz, dejar su cómoda y regalada vida atrás en la ciudad del Tormes, y lanzarse por los caminos con su madre y hermanas para embarcarse en la incierta y temeraria navegación de las naos que cruzaban el terrorífico océano. A bordo descubriría experiencias terriblemente nuevas para ella: cansancio extremo, terror, hambre, impaciencia, frío, tedio, sed, dolor, falta de higiene, tristeza, calor insoportable, frustración, pesadillas, indignación, ira, ansiedad…

Quizá todo ello desapareciera al llegar a las Indias, o quizá solo parte de ello. Se casó con el legendario explorador Francisco Vázquez de Coronado. En el momento de la boda, ella era la propietaria de la segunda mayor encomienda de la Nueva España en Tlapa, hoy estado de Guerrero. Con los réditos y dineros conseguidos en sus tierras, sufragó la ambiciosa expedición de su esposo en busca de las míticas Siete Ciudades de Cíbola. Obviamente no las descubrió jamás, pero gracias al dinero y la confianza depositada en él por su esposa, Coronado recorrería el norte de México y sur de los actuales EEUU en una de las exploraciones más legendarias que se recuerdan. Entre los lugares que descubrieron está el archiconocido Cañón del Colorado.

Como no podía ser de otra manera, en la expedición también iba una mujer, Francisca de Hoces, zapatera de la ciudad de México, junto a su marido del mismo oficio.

Dos años después de salir, Coronado regresó con su esposa, la cual falleció en 1553 en México, ciudad que ella y su madre habían contribuido a hacer renacer.

 

Mencía de Calderón

Caravana de mujeres atravesando los mares y la selva amazónica

Cristina Llorente y Sergio Serrano, recreacionistas históricos del S. XVI

Su esposo, don Juan de Sanabria, fue nombrado adelantado en el Río de la Plata y con él debía partir con la misión de repoblar con mujeres de alta cuna dos asentamientos, uno en la isla de Santa Catalina y otro, Asunción, en el Río de la Plata, por lo que vendió todos sus bienes para ayudar a su esposo en la misión, incluso fletó una nave propia. La expedición estaba ya casi lista para salir, cuando su esposo fallece. Pero ella decide seguir adelante. Partieron el 10 de enero de 1550. Viajaban también sus tres hijas: María, Mencía y Francisca. Una tormenta dispersa a las tres naves. Doña Mencía, a bordo de su nao donde viajaban casi todas las mujeres, decide esperar a las otras dos, pero no aparecieron. Resolvió ella continuar y avanzar sin el resto de la expedición.

En la singladura se toparon con unos corsarios con los que negocia, consiguiendo que se llevasen parte de la mercancía respetando la honra de las mujeres. Superado ese trance, con la consabida falta de alimentos, de agua, tempestades y las bajas a bordo (entre ellas la de su amada hija Francisca) llegan maltrechos a la Isla de Santa Catalina, donde por desgracia naufragan. Tras un año de penurias sin fin, consiguen hacer un nuevo barco con el que llegan al continente, pero en posesiones portuguesas, donde son retenidos y el barco requisado. Tras negociaciones de doña Mencía con el gobernador, son liberados. De nuevo, con los restos del anterior barco, hacen otro, pero es demasiado pequeño y no caben todos. Entonces ella toma una decisión asombrosa: Parte de la expedición, con ella a la cabeza, partiría a pie. 

En mayo de 1556, más de 5 años después de salir de España y arrastrados por la poderosa personalidad de nuestra protagonista, un grupo de 21 mujeres, 22 hombres, y algunos pequeños nacidos en esos años, consiguió llegar a las tierras del Río de la Plata, a unos 50 Km de Asunción, tras ¡más de 1600 km! a pie, atravesando selvas plagadas de animales, insectos y peligros de toda índole, tierras jamás pisadas por ningún europeo, ríos, montañas y sufriendo a diario situaciones durísimas y sacrificios inimaginables.

El gobernador de aquellos territorios repartió privilegios y encomiendas a doña Mencía y a casi todos los miembros de aquella épica expedición. Entre ellas a sus hijas María y Mencía, que se casaron y se establecieron allí. No lo hizo así su madre. Existe un documento que demuestra que la valerosa y corajuda mujer, murió anciana en Santa Cruz de la Sierra, en la actual Bolivia, a más de 1.500 km de Asunción, se ve que esta mujer no paraba.

No se ha conservado ningún retrato de ella, ni hay en Asunción o en España monumento alguno que recuerde su gloriosa hazaña. Esa es la desgracia de nacer en esta tierra nuestra, tan hermosa y mágica, como desagradecida y olvidadiza.

Beatriz de la Cueva

La gobernadora de Guatemala.

Antiguo grabado con la destrucción de Santiago de los Caballeros de Guatemala.
Se casó en su Úbeda natal con Pedro de Alvarado y tras ser nombrado su esposo adelantado de Guatemala, ambos pasaron a Indias. Se escribió de ella que poseía «una belleza peregrina, y que adoraba a su esposo con frenesí». En su expedición les acompañaba un numeroso séquito de 250 hombres y 20 doncellas hidalgas para casarlas en las nuevas tierras y contribuir así a la nueva aristocracia virreinal. El 15 de septiembre llegaron a la ciudad de Santiago de Guatemala. ​ Menos de dos años después, el 4 de julio de 1541 su esposo falleció en combate en Nueva Galicia. Tras ello, por su poderosa personalidad, el cabildo guatemalteco la eligió como gobernadora el 9 de septiembre. Profundamente dolorida por la pérdida de su esposo, aceptó el cargo y la primera medida que tomó fue nombrar al licenciado Francisco de la Cueva como su teniente de gobernador y se reservó para sí el «proveimiento de aborígenes». La gobernadora, firmó aquella acta con el epíteto «la Sin Ventura». Proféticas palabras, pues la desdicha quiso que, a los dos días, en la noche del 10 al 11 de septiembre, tuviera lugar una apocalíptica tormenta. Proveniente del cercano el volcán de Agua, llegó un descomunal torrente de lodo y piedras que destruyó Santiago de los Caballeros de Guatemala. La gobernadora murió al ir a rezar con sus damas de compañía a una capilla contigua al palacio de la gobernación. La ciudad, Antigua Guatemala en la actualidad, resultó completamente arrasada. Cerca de 600 vecinos murieron en aquella catástrofe.
Las Gigantes. Las mujeres en la Carrera de Indias.

Ana de Ayala

“…En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad…”

Su origen es un misterio. Se dice que era de origen humilde, otros que era una noble y otros que una prostituta que vivía amancebada en Sevilla con Francisco de Orellana, descubridor del Amazonas, mientras este preparaba su segundo viaje de exploración al río. Ambos se casaron en la ciudad hispalense y ella le acompañó en pos de su sueño. La expedición partió en 1545 con una flota que llevaba a bordo más de 400 hombres y según las crónicas, bastantes mujeres. Fray Pablo de Torres, veedor real de la flota escribió: «… la popa de la nave mayor donde va el adelantado va llena de mujeres y ya ponía guardia para que el pasajero no pasara a la popa».

Delta del río Amazonas

En las navidades de ese mismo año acometieron la empresa soñada por Orellana y se internaron en el gigantesco delta del río más largo y caudaloso del planeta. Lo surcaron y exploraron durante 11 terribles meses. Dividieron la expedición en diferentes barcazas, las cuales se perdieron entre ellas. Agotados y enfermos por el feroz clima, hambrientos, devorados por los mosquitos y atacados por los fieros indios que habitaban sus riberas, los expedicionarios fueron sucumbiendo uno tras otro, incluido el propio Orellana, víctima de las flechas envenenadas de los indígenas. El extremeño, al parecer, fue enterrado por su propia esposa en la orilla del río. Puede que, ahogada en lágrimas, le viniera a la cabeza la frase que en unas circunstancias bien distintas le dedicaría a su soñador e ilusionado esposo en una iglesia sevillana: “…prometo serte fiel, amarte, cuidarte y respetarte, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Todos los días de mi vida…”

Hubo 44 supervivientes del total que salieron de Sevilla. Entre ellos la propia Ana de Ayala. Otro, Francisco de Guzmán, narró lo siguiente: «… navegamos el río abajo asta venir a la Margarita donde allamos a su mujer de Orillana, la qual nos dixo que su marido no había azertado a tomar el brazo principal que buscaba y así por andar enfermo tenía determinado de venir a tierra de cristianos y en este tiempo, andando buscando comida para el camino, le flecharon los indios diecisiete hombres; desta congoja y enfermedad murió Orillana dentro en el río… la mujer de Orillana anduvo con su marido toda la jornada asta que murió”.

Tras encontrar el canal principal del inmenso río, lograron salir a mar abierto donde providencialmente fueron rescatados por un navío español que les trasladó a Isla Margarita. Allí, Ana de Ayala dejó dicho a los cronistas: «… llegó a tanto la hambre que se comieron los caballos que llevaban y los perros en onze meses que anduvieron perdidos en el río, en el qual murió la mayor parte de la gente y juntamente con ella el dicho su marido. Y sabe esta testigo que solamente escaparon los dichos quarenta y quatro hombres, uno de los quales fue el capitán Juan de Peñalosa, y así esta testigo sabe que todos en general quedaron perdidos

Ana de Ayala tuvo la valentía de afear al rey la falta de medios que les había precipitado al fracaso.

Doña María de Estrada

Conquistadora y fundadora de México.

Pasó a Indias en 1509. En los recorridos de exploración de Cuba su navío naufragó. Allí fueron atacados por los nativos y quedó cinco años prisionera de un cacique, hasta que fue rescatada por los españoles. Con ellos marchó a Cuba, donde se casó con Pedro Sánchez de Farfán. Junto a él participa en 1520 en la expedición de Hernán Cortés contra el imperio mexica. Contemplaría el esplendor de la gran Tenochtitlan, con sus deslumbrantes colores y sus feroces soldados con vistosos trajes de guerra. Vería absorta las ropas de las mujeres, los mercados con infinitos y desconocidos productos, la exótica pompa de la corte mexica, y sentiría terror al contemplar las salvajes ceremonias religiosas. Cuando todo saltó por los aires y la paz no fue posible, se reveló como protagonista de los momentos más críticos de la célebre Noche Triste. Luchando por su vida espada en mano, peleó junto al resto de castellanos y aliados indígenas. Así lo narra Bernal Díaz del Castillo: «…Y también una mujer que se decía María de Estrada ».

Otro cronista de la época, Diego Muñoz Camargo, escribió sobre ella: « Donde asimismo se mostró valerosamente una señora llamada María de Estrada, haciendo maravillosos y hazañeros hechos con una espada y una rodela en las manos, peleando valerosamente con tanta furia y ánimo, que excedía el esfuerzo de cualquier varón, por esforzado y animoso que fuera, que a los propios nuestros ponía espanto ».

Tras la matanza, Cortés quiso mandarla junto con el resto de las mujeres, a la incierta seguridad del señorío de Tlaxcala. Según el cronista Francisco Cervantes de Salazar, ella respondió«No es bien, señor capitán, que mujeres dejen a sus maridos yendo a la guerra; donde ellos murieron moriremos nosotras y es razón que los indios entiendan que somos tan valientes los españoles que hasta las mujeres saben pelear». Su petición fue atendida y pocos días después tomó de nuevo las armas al lado de su esposo en la batalla de Otumba. El mismo cronista destaca su papel y tremendo arrojo en tal batalla: «Ansimismo, lo hizo la propia el día de la memorable batalla de Otumba, a caballo con una lanza en la mano, que era cosa increíble en ánimo varonil, digno por cierto de eterna fama e inmortal memoria».

Tras la caída de Tenochtitlan, tras tantas guerras, sangre, penalidades y sacrificios, doña María, fue recompensada, con encomiendas. Las suyas estaban muy cerca de la ciudad de Puebla de los Ángeles. Tras la muerte de su esposo con quien había vivido mil y una aventuras, volvió a casarse con Alonso Martín. Con él y otros colonos más, fundó la ciudad anteriormente citada. Allí consiguió lo que jamás habría soñado una vida atrás: fortuna, posición, joyas y vivir al fin en paz. En Puebla vivió hasta su muerte, ocasionada por una epidemia de cólera.

Pasó a Indias en 1509. En los recorridos de exploración de Cuba su navío naufragó. Allí fueron atacados por los nativos y quedó cinco años prisionera de un cacique, hasta que fue rescatada por los españoles. Con ellos marchó a Cuba, donde se casó con Pedro Sánchez de Farfán. Junto a él participa en 1520 en la expedición de Hernán Cortés contra el imperio mexica. Contemplaría el esplendor de la gran Tenochtitlan, con sus deslumbrantes colores y sus feroces soldados con vistosos trajes de guerra. Vería absorta las ropas de las mujeres, los mercados con infinitos y desconocidos productos, la exótica pompa de la corte mexica, y sentiría terror al contemplar las salvajes ceremonias religiosas. Cuando todo saltó por los aires y la paz no fue posible, se reveló como protagonista de los momentos más críticos de la célebre Noche Triste. Luchando por su vida espada en mano, peleó junto al resto de castellanos y aliados indígenas. Así lo narra Bernal Díaz del Castillo: «…Y también una mujer que se decía María de Estrada ». Otro cronista de la época, Diego Muñoz Camargo, escribió sobre ella: «… Donde asimismo se mostró valerosamente una señora llamada María de Estrada, haciendo maravillosos y hazañeros hechos con una espada y una rodela en las manos, peleando valerosamente con tanta furia y ánimo, que excedía el esfuerzo de cualquier varón, por esforzado y animoso que fuera, que a los propios nuestros ponía espanto ». Tras la matanza, Cortés quiso mandarla junto con el resto de las mujeres, a la incierta seguridad del señorío de Tlaxcala. Según el cronista Francisco Cervantes de Salazar, ella respondió: «No es bien, señor capitán, que mujeres dejen a sus maridos yendo a la guerra; donde ellos murieron moriremos nosotras y es razón que los indios entiendan que somos tan valientes los españoles que hasta las mujeres saben pelear». Su petición fue atendida y pocos días después tomó de nuevo las armas al lado de su esposo en la batalla de Otumba. El mismo cronista destaca su papel y tremendo arrojo en tal batalla: «Ansimismo, lo hizo la propia el día de la memorable batalla de Otumba, a caballo con una lanza en la mano, que era cosa increíble en ánimo varonil, digno por cierto de eterna fama e inmortal memoria». Tras la caída de Tenochtitlan, tras tantas guerras, sangre, penalidades y sacrificios, doña María, fue recompensada, con encomiendas. Las suyas estaban muy cerca de la ciudad de Puebla de los Ángeles. Tras la muerte de su esposo con quien había vivido mil y una aventuras, volvió a casarse con Alonso Martín. Con él y otros colonos más, fundó la ciudad anteriormente citada. Allí consiguió lo que jamás habría soñado una vida atrás: fortuna, posición, joyas y vivir al fin en paz. En Puebla vivió hasta su muerte, ocasionada por una epidemia de cólera.
Lienzo de Tlaxcala (Biblioteca Nacional de Antropología e Historia de México).

Luisa de Abrego

El culebrón de la sevillana que se casó en las Indias. Otra vez…

Luisa de Abrego

El 8 de septiembre de 1565, Pedro Menéndez de Avilés funda la ciudad más antigua de los actuales EEUU: San Agustín. El asturiano celebró la primera acción de gracias junto a los indios de aquellas tierras. Le acompañaban cerca de mil españoles. Entre ellos Luisa de Abrego, una mujer libre de raza negra de Jerez de la Frontera, que marchó a Sevilla luego veremos por qué. Allí conoció a un aventurero que se dirigía hacia las Indias, un segoviano de nombre Miguel Rodríguez. Se debieron conocer en los puertos de embarque de la Carrera y a lo largo de la singladura, en medio de peligros, tormentas, miedos y necesidad, se abrió paso el romance entre los dos. Una vez fundada la nueva ciudad de San Agustín, decidieron casarse. La boda tuvo lugar en el otoño de 1565. Aquel matrimonio fue el primero celebrado en aquellos pagos y al mismo tiempo el primer matrimonio interracial celebrado en lo que hoy es EEUU. Conviene recordar aquí que, en la «oscura y atrasada» España del siglo XVI, los matrimonios interraciales eran algo absolutamente permitido y normal, mientras que en la avanzadísima y ultramoderna sociedad estadounidense los matrimonios interraciales fueron ilegales, hasta 1969. No digamos nada del apartheid sudafricano en vigor hasta 1992.

Diez años más tarde, marcharon a México, capital del virreinato de la Nueva España. Allí Luisa, creyente y pía cristiana, oyó de un caso de bigamia de una mujer que estaba casada dos veces, una en España y otra en las Indias y según su propio testimonio «se escandalizó su corazón». Entonces le contó a su confesor un secreto que ni siquiera su esposo conocía. Ella había estado casada en Jerez de la Frontera con otro hombre, también de raza negra y libre, llamado Jordán. El confesor consideró que era algo que salía de sus competencias y puso el asunto en manos del Santo Oficio.

Se conserva el expediente de ese testimonio, dado en la ciudad de México el 28 de febrero de 1575. En él se indica que Luisa pensaba de buena fe que su matrimonio con Jordán no había sido real por no haber habido consumación. Ella enfermó durante meses y Jordán se casó con otra. Hay que imaginar a aquella joven de apenas 17 años, recién casada, enamorada, siendo abandonada a las primeras de cambio por el hombre al que amaba. Es muy lógico pensar que una vez recuperada de su enfermedad, quisiera escapar de todo aquello y comenzar una nueva vida cuanto más lejos mejor. El Santo Oficio decretó que sí que había existido bigamia y por tanto sentenció que, tras 10 años de vida en común, el matrimonio entre nuestra protagonista y su segoviano dejaba de tener valor.

A partir de ahí perdemos el rastro de la pareja y no se vuelve a saber nada de ellos. Pero ambos eran aventureros, valientes, bregados en mil dificultades. No había DNI’s, ni fronteras, las Indias eran infinitas y ellos ya sabían lo que eran empezar de nuevo en un sitio lejano. No habían desafiado al océano y superado la terrible Carrera de Indias para ser infelices.

¿Qué habría hecho usted?

Francisca Enríquez de Ribera

Los polvos de la condesa

En 1628 su esposo, Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, IV conde de Chinchón, es nombrado virrey del Perú. La pareja y su séquito pasarían a Indias con la flota de los Galeones de Tierra Firme, que tenían por destino final Portobelo. Allí, tras pasar por las penalidades de la Carrera de Indias, desembarcarían con sus sirvientes, bagajes, cajones, baúles, etc, pero les quedaba mucho trayecto.

En una nave más pequeña, navegarían por la costa de Panamá hasta llegar al fuerte de San Lorenzo, en la desembocadura del río Chagres. Luego, a través de una de las selvas más terribles del planeta, tomarían una de las rutas del Camino Real de Cruces, remontarían el río durante días, abrasados por un calor extenuante, una humedad insoportable y devorados por los mosquitos que poblaban las orillas. La moda para las damas de la época ayudaba poco a mitigar el calor y la humedad. Ya en el pequeño poblado de Las Cruces, seguirían a lomos de acémilas hasta la ciudad de Panamá… Pero aún les quedaban cerca de 4.000 km hasta Lima, la Ciudad de los Reyes.

En Panamá aguardarían semanas, esperando a que saliese algún barco hacia El Callao. Tras otra larguísima travesía por el Mar del Sur, llegarían a su destino. Al poco tiempo, la condesa cayó enferma. Sufría de un mal prácticamente incurable llamado fiebres tercianas. En realidad, había contraído la malaria. Entonces, una de las mujeres indias que servían en el palacio la ofreció un remedio ancestral que los nativos usaban. Poco a poco doña Francisca, atendida por la sabia nativa, fue recuperando su salud, hasta que sanó del todo. Agradecida, se encargó de que el milagroso producto llegase a todos los que en la Ciudad de los Reyes o en sus inmediaciones, sufriesen el mal que ella había pasado. El remedio se comenzó a llamar “polvo de la condesa” y ella se convirtió en una mujer muy querida.

La mágica medicina no era otra que la mítica quinina, el medicamento total que revolucionó la medicina del siglo XVI en adelante, salvando a cientos de miles de personas de la muerte.

Todo este relato, cabalga entre la realidad y el mito, pues el secretario del virrey dejó escrito que fue su señor quien padeció la enfermedad. Sea como fuere, a los pocos años los jesuitas ya sabían del mágico remedio y comenzaron no solo a distribuirlo entre todas sus misiones en las Indias, si no a cargar la quinina en los navíos de la Carrera de indias y distribuirla por toda Europa, donde el mágico remedio se pagaba más caro que el oro.

En cualquier caso, el célebre naturalista sueco y padre de la clasificación de las especies, Carlos Linneo, al poner el nombre científico del árbol de la quina, le puso “cinchona officinalis”, en honor de la condesa de Chinchón

Catalina de Erauso

La mítica monja alférez

Catalina de Erauso retrato atribuido a Juan van der Hamnen. Fundación Kutxa
Nació en 1592 en San Sebastián. Con 4 años la metieron en un convento, pero con 15 años, se rapó el pelo y escapó disfrazada de hombre. Recorrió media Castilla metiéndose en líos, hasta que fue encarcelada. Pagada su pena, embarcó en un navío que la llevaría hasta Sanlúcar, donde embarcó como grumete para pasar a Indias. Todo eso con nombre falso y disfrazada de hombre. Una vez al otro lado del mundo, su bravura y su carácter pendenciero salieron a relucir por medio reino del Perú. En Panamá mató y robó a un capitán de la flota de Indias. Cruzó el istmo y se embarcó en un navío hacia El Callao, pero a mitad del camino este embarrancó y hubo de llegar a nado a la costa. Siguió hacia Lima, pero en Paita, tuvo una reyerta con un joven en un corral de comedias, que acabó con él con la cara cortada, y ella en la cárcel por hacerlo. Salió de la cárcel y se estableció en Trujillo, donde montó una tienda. Más tarde con el nombre de Alonso Díaz Ramírez, se alistó en la expedición para guerrear contra los irreductibles indios araucanos en Chile. En batalla destacó por su fiereza, su valor y habilidad con las armas. Ganó fama, dinero y el grado de alférez, que le fue concedido en la batalla de Valdivia, gracias al arriesgado rescate que hizo del estandarte de Castilla. Entre los actuales Chile y Argentina no solo peleó en numerosos combates, sino que mató a varias personas fuera de los campos de batalla en duelos, reyertas y especialmente, riñas de cartas. Como no le pintaba bien por el cono sur, acusada de varios homicidios, retornó de nuevo a Lima, pero antes se vio de nuevo envuelta en una trifulca y fue detenida en la localidad de Huamanga y el alférez Díaz fue condenado a muerte. Esta fue su última correría. O no… Mujer de mil recursos, quemó su último cartucho revelando entonces su verdadera condición a un obispo. Aquel duro soldado, jugador, reñidor y de fama terrible, no era un hombre y además había sido monja en Guipúzcoa. Ante lo anómalo y excepcional de la situación, fue enviada a la península donde su fama la precedió, de tal forma, que hasta Felipe IV, la recibió en audiencia, la concedió una pensión de 800 escudos y la reafirmó en su grado de alférez. Después, el papa Urbano VIII la recibió en Roma y la autorizó para seguir vistiendo como un hombre. Sus andanzas por Europa se estaban acabando, América la está llamando de nuevo y en 1630, bajo el nombre de Antonio de Erauso, vuelve a realizar la Carrera de Indias. En el virreinato del Perú era demasiado conocida… o conocido, demasiadas muertes, deudas de juego, demasiadas pendencias, demasiada gente que conocía aquel alférez brabucón y pendenciero. Pensando quizá que, “arrieritos somos y en camino nos encontraremos”, decidió cambiar de aires estableciéndose en el virreinato de la Nueva España y regentando precisamente, una arriería en el frecuentado camino entre el puerto de Veracruz y México. Dedicada ya de lleno a su nuevo oficio, murió ejerciéndolo, según parece, en una localidad llamada Cotaxtla, cerca de Veracruz en 1650. Cuentan las crónicas que “la noticia de su muerte llegó a Orizaba, desde donde lo más lucido de la ciudad acudió a su entierro por ser amada de todos los muleteros”.

Otras gigantes

Despliega las otras fichas para descubrir más Gigantes.

Bárbara de Vargas

Procurador en Sevilla

Imagen de Cristina Llorente, recreacionista histórica del siglo XVI

En los tres siglos que duró la Carrera de Indias, los hombres ocupaban los papeles más relevantes y la participación de las mujeres en los ámbitos económicos, mercantiles o de gobierno, fueron excepcionales. La propia reina Ysabel de Castilla es el caso más notorio.

 

Existe documentación de mujeres que vendieron, compraron o alquilaron todo tipo de propiedades y que pelearon por lo suyo como leonas, independientemente de que de lo suyo les separase un océano y toda la burocracia jurídica. Ellas se hicieron valer, incluso apoyadas en mujeres procuradoras y por ende doctas en leyes. Tal fue el caso que se explica a continuación:

Diego de Valdés, tejedor de terciopelos, vecino de Sevilla en la colación de San Vicente, en nombre de su suegra, doña Constanza García Corredera, vecina de la misma ciudad, designó procurador a una mujer, Bárbara de Vargas, de Sevilla en la colación de Santa María, para que ella reclamase a Juan Ortiz, sombrerero, y a su esposa Luisa de Vargas, que se encontraban nada más y nada menos que en la isla Española al otro lado del mundo, la cantidad de 11.500 maravedís que adeudaba a la citada Constanza García.

Maria Bejarano

María Bejarano, aparece en los papeles como copropietaria de una nao en 1536, llamada Santa María de la Antigua. El que ponga “nao” no quiere decir que sea específicamente ese tipo de barco. Podría haber sido una carabela, urca, patache, filibote, galeón… En aquella época una nao o cualquier tipo de nave, eran enormes obras artesanales. No existían planos para hacerlas y los conocimientos para fabricarlas se pasaban de padres a hijos. El elevado coste de un barco estaba al alcance de muy pocos, por lo que no había muchos y hasta los mismos reyes se rifaban su uso hasta el punto de que por cédula real del 20 de marzo de 1498, se ofrece la suma de 100.000 maravedíes a los propietarios de barcos de 600 a 1.000 toneladas. Esta suma se pagaría al dueño de la nave cada año que la tuviera dispuesta para el servicio real. 100.000 maravedíes era un platal y eso solo por su alquiler. Pues bien, doña María Bejarano tenía a medias una de aquellas maravillas técnicas con un tal Hernando Rodríguez. El caso es que en ese año de 1536, esta armadora recibió un poder de un tal Pedro Ginovés, para que cobrase a su socio don Hernando Rodríguez, piloto dueño de la otra mitad, la cantidad que la debe a ella, por haber ejercido además el oficio de despensero en el viaje y tornaviaje desde Sevilla al puerto de Santo Domingo.
La Familia por Juan Bautista Martínez del Mazo. (Viena, Kunsthistorisches Museum)

Francisca de Albarracín

Imagen de Celia Alegre, recreacionista histórica del siglo XVI

Doña Francisca era viuda de Domingo Ochoa, maestre de la Carrera de Indias. Ella, en nombre de María Ochoa, su hija, vendió a Alonso Rodríguez de Noriega la mitad de una nao nombrada San Miguel, de la que su hija era propietaria.

Se desconoce el precio que don Alonso pagaría por la nave, pues dependía del tamaño y estado de la nave. Como ejemplo podemos decir que según el estudio Sevilla y la carrera de Indias: las compraventas de naos (1560-1622) realizado por de Sergio M. Rodríguez Lorenzo, la nao de 300 toneladas Nuestra Señora de las Mercedes, fabricada en Portugalete, se vendió en 1577 a Jorge Díaz por cinco mil ochocientos ducados. Treinta y nueve años más tarde, en 1616, la nao Nuestra Señora de la Concepción, de idéntico tonelaje, construida en los astilleros de Deva, se traspasa a Sebastián de Arteaga por 9.000 ducados.

Para hacernos una idea de lo que son esas cantidades, un ducado eran 375 maravedís. Una artesana como una carpintera o costurera, por ejemplo, ganaba de media en 1585 unos 60.000 o 65.000 maravedís al año. Unos 173 ducados. Si hubiera querido comprar una nao como esta última, debería haber trabajado 52 años sin gastarse un solo maravedí.

Ana López

Dama del abanico (Alonso Sánchez Coello Museo del Prado, Madrid)

Como estamos viendo, a las Indias pasaron mujeres de toda índole y condición. Pero todas necesarias, todas imprescindibles, desde las de más alta cama, a las de más baja cuna. Este es el caso que nos ocupa ahora.

Querríamos decir que doña Ana López era una mujer normal y corriente, pero caeríamos en el error. Aquellas osadas temerarias que cruzaban el océano eran todo menos normales y corrientes. Ella llevó a cabo uno de los oficios más habituales de las mujeres de su época: Costurera.

Esta sevillana, introductora de la “alta costura” y de la moda de Castilla en el nuevo mundo, era además una mujer generosa, altruista y preocupada por ayudar a otras mujeres, entre ellas por supuesto, las nativas de aquellas tierras. Ella misma se define, como recoge el cronista Icaza, según el libro de Eloísa Gómez-Lucena:

«La primera muger que industrió y mostró a labrar (bordar) a las indias y ha vivido siempre del trabajo de sus manos, con el aguja honradamente, y tiene en su casa cinco huérfanas que ha criado e industriado (enseñado el oficio) para casar…».

Francisca Ponce de León

Cuadro “En algún lugar del Pacífico” de Carlos Parrilla Penagos
Esta emprendedora y combativa mujer sevillana llevaba la luchadora sangre de su padre en las venas. Fue hija de Rodrigo Ponce de León, conquistador de Málaga, y uno de los principales capitanes de los Reyes Católicos en la guerra de Granada. A la muerte de su padre heredó su inmensa fortuna y sus tierras. Pero hubo de litigar duramente con los reyes la conservación de los títulos y heredades concedidos por estos a su padre. Mujer trabajadora e industriosa, se convirtió en armadora y fletó una nao, la San Telmo, que fletó con destino a la isla de Santo Domingo, 17 años después del descubrimiento. En un documento del año 1509 podemos leer como: “Diego Vicent, vecino de Cádiz, maestre de la nao San Telmo, surta en el puerto de las Mulas, en esta ciudad de Sevilla, en nombre de la muy magnífica señora Doña Francisca Ponce de León, señora que es de dicha nao, en virtud del poder que ella tiene, recibe de Juan Pérez, vecino de Sevilla, en la collación del Salvador, 220 ducados de oro para el despacho de la nao de referencia con destino al puerto de Santo Domingo, en la isla Española”

El oficio más viejo del mundo

Murillo: Mujeres en la ventana (1665-1675).

En los navíos de la Carrera donde la mayor parte de la dotación era masculina, el sexo era una actividad casi imposible. Primero porque debido a la carencia de espacio, el encontrar un “lugar tranquilo” era ya en sí, una fantasía. Por otro lado, la sexualidad en público era fuertemente castigada. Además, las mujeres que se embarcaban eran pocas e iban, bien protegidas y vigiladas por familiares.

No obstante, 300 años y decenas de miles de barcos dan para mucho, y se han encontrado casos a bordo, de lo que hoy llamaríamos prostitutas. Algunas mulatas, pero también blancas que, según fray Antonio de Guevara, eran más amigas de la caridad que de la honestidad.

Al no haber mujeres, algunos optaban por mantener relaciones homosexuales. Como ha escrito Pérez-Mallaína, el hecho de que la mayoría fuesen hombres y pasasen largas semanas en medio del océano favorecía la homosexualidad, convirtiéndose en uno de los secretos mejor guardados de algunos de los hombres del mar. Pero no parece que fuese una práctica común, de ser descubiertos, se arriesgaban a pena de vida por sodomía.

También se conocen casos, escasos por fortuna, de violaciones a bordo o intentos de ello, como el proceso por el intento de violación de María García, la ama del licenciado Lebrón, oidor de la audiencia de Santo Domingo, a bordo de la nao Santa Ana. Este último le encomendó la protección de la que después sería su víctima, aunque ella se resistió y consiguió evitarlo.

Unas cuantas jóvenes solteras, casi siempre de la baja Andalucía, por la cercanía a los puertos de embarque, viajaban como «criadas», término que puede haber ocultado un “oficio distinto» que no es otro que el de la prostitución. En disposición real, hecha en Granada en el año 1526, se autoriza a Bartolomé Conejo a establecer la primera casa de mujeres públicas en Puerto Rico: «Por la honestidad de la ciudad y mujeres casadas della, é por excusar otros daños e inconvenientes, hay necesidad que se haga en ella casa de mujeres públicas». 

En el mismo año se concede otra licencia a Juan Sánchez Sarmiento para el mismo fin en Santo Domingo.

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